El método
Así, pues, entiendo por método reglas ciertas y fáciles, mediante las cuales el que las observe exactamente no tomará nunca nada falso por verdadero, y, no empleando inútilmente ningún esfuerzo de la mente, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia, llegará al conocimiento verdadero de todo aquello de que es capaz.
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Reglas para la dirección del espíritu, Regla IV (Alianza, Madrid 1984, p. 79).
La intuición
Entiendo por intuición no el testimonio fluctuante de los sentidos, o el juicio falaz de una imaginación que compone mal, sino la concepción [conceptus] de una mente pura y atenta tan fácil y distinta, que en absoluto quede duda alguna sobre aquello que entendemos. [...] Así cada uno puede intuir con el espíritu que existe, que piensa, que el triángulo está definido sólo por tres líneas, la esfera por una sola superficie, y cosas semejantes que son más numerosas de lo que cree la mayoría....
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Reglas para la dirección del espíritu, Regla III (Alianza, Madrid 1984, p. 75-76)
Deducción
Además de la intuición hemos añadido aquí otro modo de conocer; el que tiene lugar por deducción: por la cual entendemos todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas conocidas con certeza. [...] Así pues, distinguimos aquí la intuición de la mente de la deducción en que ésta es concebida como un movimiento o sucesión, pero no ocurre de igual modo con aquélla; y además, porque para ésta no es necesaria una evidencia actual, como para la intuición, sino que más bien reciben en cierto modo de la memoria su certeza.
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Reglas para la dirección del espíritu, Regla III (Alianza, Madrid 1984, p. 76-77).
el «genio maligno»
Así pues, supondré que hay, no un verdadero Dios -que es fuente suprema de verdad-, sino cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mi mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. Permaneceré obstinadamente fijo en ese pensamiento, y si, por dicho medio, no me es posible llegar al conocimiento de alguna verdad, al menos está en mi mano suspender el juicio. Por ello, tendré sumo cuidado en no dar crédito a ninguna falsedad, y dispondré tan bien mi espíritu contra las malas artes de ese gran engañador que, por muy poderoso y astuto que sea, nunca podrá imponerme nada.
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Meditaciones metafísicas, con objeciones y respuestas, Meditación primera (Alfaguara, Madrid 1977, p. 21).
Duda hiperbólica
La duda universal y metódica de Descartes, quien, queriendo encontrar una verdad indudable, duda sistemáticamente no sólo del conocimiento a veces engañoso de los sentidos, de los razonamientos, que a veces no son más que paralogismos o razonamientos aparentes de hecho falsos, de los enunciados analíticos, como son los de las matemáticas, que podemos hacer tanto despiertos como en sueños, sino también de la misma sensación de certeza, de la sensatez de la razón y hasta de la misma evidencia, esto es, de la propia conciencia: no es imposible que Dios
le haya creado de modo que se equivoque cuando cree estar cierto, esto es, que Dios sea «perverso»; o por lo menos es posible que exista un «genio maligno», artero, engañador, poderoso y astutísimo, que le está obligando a tener por verdadero lo falso.
Descartes llama «hiperbólica» a su duda, precisamente porque se apoya en el supuesto más extremo, exagerado (hipérbole), de que la razón pudiera equivocarse incluso ante la evidencia, lo cual supone, simplemente, el descontrol absoluto de la razón, esto es, la demencia.
Res cogitans
Yo soy, yo existo; eso es cierto, pero ¿cuánto tiempo? Todo el tiempo que estoy pensando: pues quizá ocurriese que, si yo cesara de pensar, cesaría al mismo tiempo de existir. No admito ahora nada que no sea necesariamente verdadero: así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos cuyo significado me era antes desconocido. Soy, entonces, una cosa verdadera, y verdaderamente existente. Mas ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. [...]
¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a mi naturaleza. ¿Y por qué no habría de pertenecerle? ¿Acaso no soy yo el mismo que duda casi de todo, que entiende, sin embargo, ciertas cosas, que afirma ser ésas solas las verdaderas, que niega todas las demás, que quiere conocer otras, que no quiere ser engañado, que imagina muchas cosas -aun contra su voluntad- y que siente también otras muchas, por mediación de los órganos de su cuerpo?
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Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación segunda (Alfaguara, Madrid 1977, p. 25-27).
Clases de ideas adventicias
Se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar, no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan sustancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan por representación de más grados de ser o perfección, que aquellas que me representan sólo modos o accidentes.
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Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación tercera (Alfaguara, Madrid 1977, p. 35).
Prueba cosmológica de la existencia de Dios
Por «Dios» entiendo una sustancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen [si es que existe alguna]. Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de sustancia en virtud de ser yo una sustancia, no podría tener la idea de una sustancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una sustancia que verdaderamente fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por medio de una mera negación de lo finito [así como concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del movimiento y la luz]: pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la sustancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?
Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por tanto, proceder de la nada [es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor y frío, y de otras semejantes]; al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y falsedad.
Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna perfección. Y esto no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.
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Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación tercera (Alfaguara, Madrid 1977, p. 39-40)
Origen del error
Por todo ello, reconozco que no son causa de mis errores ni el poder de querer por sí mismo, que he recibido de Dios [...] ni tampoco el poder de entender, pues como lo concibo todo mediante esta potencia que Dios me ha dado para entender, sin duda todo cuanto concibo lo concibo claramente, y no es posible que en esto me engañe. ¿De dónde nacen, pues, mis errores? Sólo de esto: que, siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero.
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Meditaciones metafísicas con objeciones y respuestas, Meditación cuarta (Alfaguara, Madrid 1977, p. 49).
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